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domingo, 11 de noviembre de 2018

El arrabal del tango/ 34 - Una Historia del tango de Jorge Luis Borges (II)

HISTORIA DEL TANGO

El tango pendenciero

La índole sexual del tango fue advertida por muchos, no así la índole pendenciera. Es verdad que los dos son modos o manifestaciones de un mismo impulso, y así la palabra hombre, en todas las lenguas que sé, connota capacidad sexual y capacidad belicosa, y la palabra virtus, que en latín quiere decir coraje, procede de vir, que es varón. Parejamente, en una de las páginas de Kim un afghan declara: "Alos quince años, yo había matado a un hombre y procreado a un hombre" (When I was fifteen, I bad shot my man and begot my man), como si los dos actos fueran, esencialmente, uno.

Hablar de tango pendenciero no basta; yo diría que el tango y que las milongas expresan directamente algo que los poetas, muchas veces, han querido decir con palabras: la convicción de que pelear puede ser una fiesta. En la famosa Historia de los godos que Jordanes compuso en el siglo VI, leemos que Atila, antes de la derrota de Châlons, arengó a sus ejércitos y les dijo que la fortuna había reservado para ellos los júbilos de esa batalla (certaminis hujus gaudia). En la Ilíada se habla de aqueos para quienes la guerra era más dulce que regresar en huecas naves a su querida tierra natal y se dice que Paris, hijo de Príamo, corrió con pies veloces a la batalla, como el caballo de agitada crin que busca a las yeguas. En la vieja epopeya sajona que inicia las literaturas germánicas, en el Boewulf, el rapsoda llama sweorda gelac (juego de espadas) a la batalla. Fiesta de vikings le dijeron en el siglo XI los poetas escandinavos. A principios del siglo XVII, Quevedo, en una de sus jácaras, llamó a un duelo danza de espadas, lo cual es casi el juego de espadas del anónimo anglosajón. El espléndido Hugo, en su evocación de la batalla de Waterloo, dijo que los soldados, comprendiendo que iban a morir en aquella fiesta (comprenant qu'ils allaient mourir dans cette fête), saludaron a su dios, de pie en la tormenta.

Estos ejemplos, que al azar de mis lecturas he ido anotando, podrían, sin mayor diligencia, multiplicarse y acaso en la Chanson de Roland o en el vasto poema de Ariosto hay lugares congéneres. Alguno de los registrados aquí -el de Quevedo o el de Atila, digamos- es de irrecusable eficacia; todos, sin embargo, adolecen del pecado original de lo literario: son estructuras de palabras, formas hechas de símbolos. Danza de espadas, por ejemplo, nos invita a unir dos representaciones dispares, la del baile y la del combate, para que la primera sature de alegría a la última, pero no habla directamente con nuestra sangre, no recrea en nosotros esa alegría. Schopenhauer (Welt als Wille und  Vorstellung, I, 52) ha escrito que la música no es menos inmediata que el mundo mismo; sin mundo, sin cuadal común de memorias evocables por el lenguaje, no habría, ciertamente, literatura, pero la música prescinde del mundo, podría haber música y no mundo. La música es la voluntad, la pasión; el tango antiguo, como música, suele directamente transmitir esa belicosa alegría cuya expresión verbal ensayaron, en edades remotas, rapsodas griegos y germánicos. Ciertos compositores actuales buscan ese tono valiente y elaboran, a veces con felicidad, milongas del bajo de la Batería o del Barrio del Alto, pero sus trabajos, de letra y música estudiosamente anticuadas, son ejercicios de nostalgia de lo que fue, llantos por lo perdido, esencialmente tristes aunque la tonada sea alegre. Son a las bravías e inocentes milongas que registra el libro de Rossi lo que Don Segundo Sombra es a Martín Fierro o a Paulino Lucero.

En un diálogo de Oscar Wilde se lee que la música nos revela un pasado personal que hasta ese momento ignorábamos y nos mueve a lamentar desventuras que no ocurrieron y culpas que no cometimos; de mí confesaré que no suelo oír El Marne o Don Juan sin recordar con precisión un pasado apócrifo, a la vez estoico y orgiástico, en el que he desafiado y peleado para caer al fin, silencioso, en un oscuro duelo a cuchillo. Tal vez la misión del tango sea ésa: dar a los argentinos la certidumbre de haber sido valientes, de haber cumplido ya con las exigencias del valor y el honor.

El Marne (Eduardo Arolas) - Juan D'Arienzo, 1939

Don Juan (Ernesto Ponzio) - Juan D'Arienzo

Continuará...

2 comentarios:

carlos perrotti dijo...

El tango ya no como baile sino como música trata de explicarnos... Yo le cambiaría los tiempos al maestro Borges con todo respeto: "Tal vez la misión del tango sea ésa: dar a los argentinos la certidumbre de todavía ser valientes, pese a no haber cumplido aún con las exigencias del valor y el honor."

Juan Nadie dijo...

Me gusta más eso, viniendo de un argentino que sabe de qué habla.
Estoy seguro que Borges no lo desdeñaría.

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