Frases del pueblo

The Steel Wheels - Wild As We Came Here (2017)

sábado, 17 de noviembre de 2018

El arrabal del tango/ 37 - Una Historia del tango de Jorge Luis Borges (y V)

HISTORIA DEL TANGO

El desafío

Hay un relato legendario o histórico, o hecho de historia y de leyenda a la vez (lo cual, acaso, es otra manera de decir legendario), que prueba el culto del coraje. Sus mejores versiones escritas pueden buscarse en las novelas de Eduardo Gutiérrez, olvidadas ahora con injusticia, en el Hormiga negra o el Juan Moreira; de las orales, la primera que oí provenía de un barrio que demarcaron una cárcel, un río y un cementerio y que se llamó la Tierra del Fuego. El protagonista de esa versión era Juan Muraña, carrero y cuchillero en el que convergen todos los cuentos de coraje que andan por las orillas del Norte. Esa primera versión era simple. Un hombre de los Corrales o de Barracas, sabedor de la fama de Juan Muraña (a quien no ha visto nunca), viene a pelearlo desde su suburbio del Sur; lo provoca en un almacén, los dos salen a pelear a la calle; se hieren; Muraña, al fin, lo marca y le dice:

-Te dejo con vida para que volvás a buscarme.

Lo desinteresado de aquel duelo lo grabó en mi memoria; mis conversaciones (mis amigos harto lo saben) no prescindieron de él; hacia 1927 lo escribí y con enfático laconismo lo titulé Hombres pelearon; años después, la anécdota me ayudó a imaginar un cuento afortunado, ya que no bueno, Hombre de la esquina rosada; en 1950, Adolfo Bioy Casares y yo la retomamos para urdir el libro de un film que las empresas rechazaron con entusiasmo y que se llamaría Los orilleros. Creí, al cabo de tan dilatadas fatigas, haberme despedido de la historia del duelo generoso; este año, en Chivilcoy, recogí una versión harto superior, que ojalá sea la verdadera, aunque las dos muy bien pueden serlo, ya que el destino se complace en repetir las formas y lo que pasó una vez pasa muchas. Dos cuentos mediocres y un film que tengo por muy bueno salieron de la versión deficiente; nada puede salir de la otra, que es perfecta y cabal. Como me la contaron la contaré, sin adiciones de metáforas o de paisaje. La historia, me dijeron, ocurrió en el partido de Chivilcoy, hacia mil ochocientos setenta y tantos. Wenceslao Suárez es el nombre del héroe, que desempeña la tarea de trenzador y vive en un ranchito. Es hombre de cuarenta o de cincuenta años; tiene reputación de valiente y es harto inverosímil (dados los hechos de la historia que narro) que no deba una o dos muertes, pero éstas, cometidas en buena ley, no perturban su conciencia o manchan su fama. Una tarde, en la vida pareja de ese hombre ocurre un hecho insólito: en la pulpería le notician que ha llegado una carta para él. Don Wenceslao no sabe leer; el pulpero descifra con lentitud una ceremoniosa misiva, que tampoco ha de ser de puño y letra de quien la manda. En representación de unos amigos que saben estimar la destreza y la verdadera serenidad, un desconocido saluda a don Wenceslao, mentas de cuya fama han atravesado el Arroyo del Medio, y le ofrece la hospitalidad de su humilde casa, en un pueblo de Santa Fe. Wenceslao Suárez dicta una contestación al pulpero; agradece la fineza, explica que no se anima a dejar sola a su madre, ya muy entrada en años, e invita al otro a Chivilcoy, a su rancho, donde no faltarán un asado y unas copas de vino. Pasan los meses y un hombre en un caballo aperado de un modo algo distinto al de la región pregunta en la pulpería las señas de la casa de Suárez. Este, que ha venido a comprar carne, oye la pregunta y le dice quién es; el forastero le recuerda las cartas que se escribieron hace un tiempo. Suárez celebra que el otro se haya decidido a venir; luego se van los dos a un campito y Suárez prepara el asado. Comen y beben y conversan. ¿De qué? Sospecho que de temas de sangre, de temas bárbaros, pero con atención y prudencia. Han almorzado y el grave calor de la siesta carga sobre la tierra cuando el forastero convida a don Wenceslao a que se hagan unos tiritos. Rehusar sería una deshonra. Vistean los dos y juegan a pelear al principio, pero Wenceslao no tarda en sentir que el forastero se propone matarlo. Entiende, al fin, el sentido de la carta ceremoniosa y deplora haber comido y bebido tanto. Sabe que se cansará antes que el otro, que es todavía un muchacho. Con sorna o cortesía, el forastero le propone un descanso. Don Wenceslao accede, y, en cuanto reanudan el duelo, permite al otro que lo hiera en la mano izquierda, en la que lleva el poncho arrollado1. El cuchillo entra en la muñeca, la mano queda como muerta, colgando. Suárez, de un gran salto, recula, pone la mano ensangrentada en el suelo, la pisa con la bota, la arranca, amaga un golpe al pecho del forastero y le abre el vientre de una puñalada. Así acaba la historia, salvo que para algún relator queda el santafesino en el campo y, para otro (que le mezquina la dignidad de morir), vuelve a su provincia. En esta versión última, Suárez le hace la primera cura con la caña que quedó del almuerzo...

En la gesta del Manco Wenceslao -así ahora se llama Suárez, para la gloria- la mansedumbre o cortesía de ciertos rasgos (el trabajo de trenzador, el escrúpolo de no dejar sola a la madre, las dos cartas floridas, la conversación, el almuerzo) mitigan o acentúan con felicidad la tremenda fábula; tales rasgos le dan un carácter épico y aun caballeresco que no hallaremos, por ejemplo, salvo que hayamos resuelto encontrarlo, en las peleas de borracho del Martín Fierro o en la congénere y más pobre versión de Juan Muraña y el surero. Un rasgo común a los dos es, quizá, significativo. En ambas el provocador resulta derrotado. Ello puede deberse a la mera y miserable necesidad de que triunfe el campeón local, pero también, y así lo preferiríamos, a una tácita condena de la provocación en estas ficciones heroicas o, y esto sería lo mejor, a la oscura y trágica convicción de que el hombre siempre es artífice de su propia desdicha, como el Ulises del canto XXVI del Infierno. Emerson, que alabó en las biografías de Plutarco "un estoicismo que no es de las escuelas, sino de la sangre", no hubiera desdeñado esta historia.

Tendríamos, pues, a hombres de pobrísima vida, a gauchos y orilleros de las regiones ribereñas del Plata y del Paraná, creando, sin saberlo, una religión, con su mitología y sus mártires, la dura y ciega religión del coraje, de estar listo a matar y a morir. Esa religión es vieja como el mundo, pero habría sido redescubierta, y vivida, en estas repúblicas por pastores, matarifes, troperos, prófugos y rufianes. Su música estaría en los estilos, en las milongas y en los primeros tangos. He escrito que es antigua esa religión; en una saga del siglo XII se lee:

"-Dime cuál es tu fe -dijo el conde
-Creo en mi fuerza -dijo Sigmund."

Wenceslao Suárez y su anónimo contrincante y otros que la mitología ha olvidado o ha incorporado a ellos, profesaron sin duda esa fe viril, que bien puede no ser una vanidad, sino la conciencia de que en cualquier hombre está Dios.

1 De esa vieja manera de combatir a capa y espada, habla Montaigne en sus Ensayos (I, 49) y cita un pasaje de César: Sinistras sagis involvunt, gladiosque distringunt. Lugones, en la página 54 de El payador, trae un lugar análogo del romance de Bernardo del Carpio:
Revolviendo el manto al brazo,
La espada fuera a sacar.

En 1965, Astor Piazzolla y Jorge Luis Borges se unieron para crear juntos El tango
un disco en el que participaron el Quinteto de Piazzolla, Edmundo Rivero y Luis Medina Castro.

El tango

¿Dónde estarán? pregunta la elegía 
de quienes ya no son, como si hubiera 
una región en que el Ayer, pudiera 
ser el Hoy, el Aún, y el Todavía.

¿Dónde estarán? (repito) el malevaje 
que fundó en polvorientos callejones 
de tierra o en perdidas poblaciones
la secta del cuchillo y del coraje?

¿Dónde estarán aquellos que pasaron,
dejando a la epopeya un episodio,
una fábula al tiempo, y que sin odio, 
lucro o pasión de amor se acuchillaron?

Los busco en su leyenda, en la postrera 
brasa que, a modo de una vaga rosa,
guarda algo de esa chusma valerosa 
de Los Corrales y de Balvanera.

¿Qué oscuros callejones o qué yermo 
del otro mundo habitará la dura 
sombra de aquel que era una sombra oscura,
Muraña, ese cuchillo de Palermo?

¿Y ese Iberra fatal (de quien los santos 
se apiaden) que en un puente de la vía,
mató a su hermano, el Ñato, que debía 
más muertes que él, y así igualó los tantos?

Una mitología de puñales
lentamente se anula en el olvido;
Una canción de gesta se ha perdido
entre sórdidas noticias policiales.

Hay otra brasa, otra candente rosa
de la ceniza que los guarda enteros;
ahí están los soberbios cuchilleros
y el peso de la daga silenciosa.

Aunque la daga hostil o esa otra daga,
el tiempo, los perdieron en el fango,
hoy, más allá del tiempo y de la aciaga 
muerte, esos muertos viven en el tango.

En la música están, en el cordaje
de la terca guitarra trabajosa,
que trama en la milonga venturosa
la fiesta y la inocencia del coraje.

Gira en el hueco la amarilla rueda 
de caballos y leones, y oigo el eco 
de esos tangos de Arolas y de Greco
que yo he visto bailar en la vereda,

en un instante que hoy emerge aislado,
sin antes ni después, contra el olvido,
y que tiene el sabor de lo perdido, 
de lo perdido y lo recuperado.

En los acordes hay antiguas cosas:
el otro patio y la entrevista parra.
(Detrás de las paredes recelosas 
el Sur guarda un puñal y una guitarra.)

Esa ráfaga, el tango, esa diablura,
los atareados años desafía;
hecho de polvo y tiempo, el hombre dura 
menos que la liviana melodía,

que solo es tiempo. El Tango crea un turbio 
pasado irreal que de algún modo es cierto,
el recuerdo imposible de haber muerto
peleando, en una esquina del suburbio.

jueves, 15 de noviembre de 2018

El arrabal del tango/ 36 - Un Historia del tango de Jorge Luis Borges (IV)

HISTORIA DEL TANGO

Las letras

De valor desigual, ya que notoriamente proceden de centenares y millares de plumas heterogéneas, las letras de tango que la inspiración o la industria han elaborado integran, al cabo de medio siglo, un casi inextricable corpus poeticum que los historiadores de la literatura argentina leerán o, en todo caso, vindicarán. Lo popular, siempre que el pueblo ya no lo entienda, siempre que lo hayan anticuado los años, logra la nostálgica veneración de los eruditos y permite polémicas y glosarios; es verosímil que hacia 1990 surja la sospecha o la certidumbre de que la verdadera poesía de nuestro tiempo no está de La urna de Banchs o en Luz de provincia de Mastronardi, sino en las piezas imperfectas y humanas que se atesoran en El alma que canta. Una culpable negligencia me ha vedado la adquisición y el estudio de ese repertorio caótico, pero no desconozco su variedad y el creciente ámbito de sus temas. Al principio el tango no tuvo letra o la tuvo obscena y casual. Algunos la tuvieron agreste (Yo soy la fiel compañera - del noble gaucho porteño) porque los compositores buscaban lo popular, y la mala vida y los arrabales no eran materia poética, entonces. Otros, como la milonga congénere1, fueron alegres y vistosas bravatas (En el tango soy tan taura - que cuando hago un doble corte - corre la voz por el Norte - si es que me encuentro en el Sur). Después, el género historió, como ciertas novelas del naturalismo francés o como ciertos grabados de Hogarth, las vicisitudes locales del harlot's progress (Luego fuiste la amiguita - de un viejo boticario - y el hijo del comisario - todo el vento te sacó); después, la deplorada conversión de los barrios pendencieros o menesterosos a la decencia (Puente Alsina - ¿dónde está ese malevaje? o ¿Dónde están aquellos hombres y esas chinas, - vinchas rojas y chambergos que Requena conoció? - ¿Dónde está mi Villa Crespo de otros tiempos? - Se vinieron los judíos, Triunvirato se acabó). Desde muy temprano, las zozobras del amor clandestino o sentimental habían atareado las plumas (¿No te acordás que conmigo - te pusiste un sombrero - y aquel cinturón de cuero - que a otra mina le afané?). Tangos de recriminación, tangos de odio, tangos de burla y de rencor se escribieron, reacios a la transcripción y al recuerdo; también, algunos, quizá un poco más tolerables, en que la venganza toma la forma del perdón y se complace en gestos magnánimos (Entra nomás ya que has vuelto - no tengas miedo a la biaba). Todo el trajín de la ciudad fue entrando en el tango; la mala vida y el suburbio no fueron los únicos temas y me acuerdo de piezas que se llamaron (¿hacia mil novecientos veintitantos?) El Rosedal y Mis noches del Colón. En el prólogo de las sátiras, Juvenal memorablemente escribió que todo lo que mueve a los hombres -el deseo, el temor, la ira, el goce carnal, las intrigas, la felicidad- sería materia de su libro; con perdonable exageración podríamos aplicar su famoso quidquid agunt homines, a la suma de las letras de tango. También podríamos decir que éstas forman una inconexa y vasta comédie humaine de la vida de Buenos Aires. Es sabido que Wolf, a fines del siglo XVIII, escribió que la Ilíada, antes de ser una epopeya, fue una serie de cantos y rapsodias; ello permite, acaso, la profecía de que las letras de tango formarán, con el tiempo, un largo poema civil, o sugerirán a algún ambicioso la escritura de ese poema. Hará siete años compilé, con Silvina Bullrich, una primera antología del compadrito. En el prólogo dije: "El compadrito fue el plebeyo de las ciudades y del indefinido arrabal, como el gaucho lo fue de la llanura o de las cuchillas. Venerados arquetipos del uno son Martín Fierro y Juan Moreira y Segundo Ramírez Sombra; del otro no hay todavía un símbolo inevitable, aunque centenares de tangos y de sainetes lo prefiguran." Y después: "Ojalá este volumen sirva de estímulo para que alguien escriba aquel verosímil poema que hará con el compadre lo que el Martín Fierro hizo con el gaucho. Ojalá aquel poema, como el otro, sea menos estudioso de lo accidental que de lo central, de los dialectos y apariencias del tiempo que de la forma de un destino.

Es conocido el parecer de Andrew Fletcher: "Si me dejan escribir todas las baladas de una nación, no me importa quien escriba las leyes"; el dictamen sugiere que la poesía común o tradicional puede influir en los sentimientos y dictar la conducta. Aplicada la conjetura al tango argentino, veríamos en éste un espejo de nuestras realidades y a la vez un mentor o un modelo, de influjo ciertamente maléfico. La milonga y el tango de los orígenes podían ser tontos o, al menos, atolondrados, pero eran valerosos y alegres; el tango posterior es un resentido que deplora con lujo sentimental las desdichas propias y festeja con diabólica desvergüenza las desdichas ajenas.

Recuerdo que hacia 1926 yo daba en atribuir a los italianos (y más concretamente a los genoveses del barrio de la Boca) la degeneración de los tangos. En aquel mito, o fantasía, de un tango "criollo" maleado por los "gringos", veo un claro síntoma, ahora, de ciertas herejías nacionalistas que han asolado el mundo después -a impulso de los gringos, naturalmente-. No el bandoneón, que yo apodé cobarde algún día, no los aplicados compositores de un suburbio marítimo, han hecho que el tango sea lo que es, sino la República entera. Además, los criollos viejos que engendraron el tango se llamaban Bevilacqua, Greco o de Bassi...

A mi denigración del tango de la etapa actual alguien querrá objetar que el pasaje de valentía o baladronada o tristeza no es necesariamente culpable y puede ser indicio de madurez. Mi imaginario contendedor bien puede agregar que el inocente y valeroso Ascásubi es al quejoso Hernández lo que el primer tango es al último y que nadie -salvo, acaso, Jorge Luis Borges- se ha animado a inferir de esa disminución de felicidad que Martín Fierro es inferior a Paulino Lucero. La respuesta es fácil: La diferencia no sólo es de tono hedónico: es de tono moral. En el tango cotidiano de Buenos Aires, en el tango de las veladas familiares y de las confiterías decentes, hay una canallería trivial, un sabor de infamia que ni siquiera sospecharon los tangos del cuchillo y del lupanar.

Musicalmente, el tango no debe ser importante; su única importancia es la que le damos. La reflexión es justa, pero tal vez es aplicable a todas las cosas. A nuestra muerte personal, por ejemplo, o a la mujer que nos desdeña... El tango puede discutirse, y lo discutimos, pero encierra, como todo lo verdadero, un secreto. Los diccionarios musicales registran, por todos aprobada, su breve y suficiente definición; esa definición es elemental y no promete dificultades, pero el compositor francés o español que, confiado en ella, urde correctamente un "tango", descubre, no sin estupor, que ha urdido algo que nuestros oídos no reconocen, que nuestra memoria no hospeda y que nuestro cuerpo rechaza. Diríase que sin atardeceres y noches de Buenos Aires no puede hacerse un tango y que en el cielo nos espera a los argentinos la idea platónica del tango, su forma universal (esa forma que apenas deletrean La tablada o El choclo), y que esa especie venturosa tiene, aunque humilde, su lugar en el universo.

1 Yo soy del barrio del Alto,
Soy del barrio del Retiro.
Yo soy aquel que no miro
Con quién tengo que pelear,
Y a quien en milonguear,
Ninguno se puso a tiro.

La tablada (Francisco Canaro)
Juan D'Arienzo y su orquesta típica
Fragmento de la película argentina La historia del tango (1949), dirigida por Manuel Romero,
donde Tita Merello canta El choclo (Música: Ángel Villoldo, aunque la melodía original suele atribuirse a Casimiro Alcorta, violinista de raza negra, hoy casi totalmente olvidado - Letra: Enrique Santos Discépolo)

Continuará...

martes, 13 de noviembre de 2018

El arrabal del tango/ 35 - Una Historia del tango de Jorge Luis Borges (III)

HISTORIA DEL TANGO

Un misterio parcial

Admitida una función compensatoria del tango, queda un breve misterio por resolver. La independencia de América fue, en buena parte, una empresa argentina; hombres argentinos pelearon en lejanas batallas del continente, en Maipú, en Ayacucho, en Junín. Después hubo las guerras civiles, la guerra del Brasil, las campañas contra Rosas y Urquiza, la guerra del Paraguay, la guerra de frontera contra los indios... Nuestro pasado militar es copioso, pero lo indiscutible es que el argentino, en trance de pensarse valiente, no se identifica con él (pese a la preferencia que en las escuelas se da al estudio de la historia), sino con las vastas figuras genéricas del Gaucho y del Compadre. Si no me engaño, este rasgo instintivo y paradójico tiene su explicación. El argentino hallaría su símbolo en el gaucho y no en el militar, porque el valor cifrado en aquél por las tradiciones orales no está al servicio de una causa y es puro. El gaucho y el compadre son imaginados como rebeldes; el argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción1; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano. Aforismos como el de Hegel "El Estado es la realidad de la idea moral", le parecen bromas siniestras. Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un periodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo después a la policía; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una maffia, siente que ese "héroe" es un incomprensible canalla. Siente con don Quijote que "allá se lo haya cada uno con su pecado" y que "no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello" (Quijote, 1, XXII). Más de una vez, ante las vanas simetrías del estilo español, he sospechado que diferimos insalvablemente de España; esas dos líneas del Quijote han bastado para convencerme de error; son como el símbolo tranquilo y secreto de una afinidad. Profundamente la confirma una noche de la literatura argentina: esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro.

1 El Estado es impersonal; el argentino sólo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar dineros públicos no es un crimen. Compruebo un hecho, no lo justifico o disculpo.


El Gaucho - Poema de Jorge Luis Borges en El oro de los tigres, 1972


Continuará...

domingo, 11 de noviembre de 2018

El arrabal del tango/ 34 - Una Historia del tango de Jorge Luis Borges (II)

HISTORIA DEL TANGO

El tango pendenciero

La índole sexual del tango fue advertida por muchos, no así la índole pendenciera. Es verdad que los dos son modos o manifestaciones de un mismo impulso, y así la palabra hombre, en todas las lenguas que sé, connota capacidad sexual y capacidad belicosa, y la palabra virtus, que en latín quiere decir coraje, procede de vir, que es varón. Parejamente, en una de las páginas de Kim un afghan declara: "Alos quince años, yo había matado a un hombre y procreado a un hombre" (When I was fifteen, I bad shot my man and begot my man), como si los dos actos fueran, esencialmente, uno.

Hablar de tango pendenciero no basta; yo diría que el tango y que las milongas expresan directamente algo que los poetas, muchas veces, han querido decir con palabras: la convicción de que pelear puede ser una fiesta. En la famosa Historia de los godos que Jordanes compuso en el siglo VI, leemos que Atila, antes de la derrota de Châlons, arengó a sus ejércitos y les dijo que la fortuna había reservado para ellos los júbilos de esa batalla (certaminis hujus gaudia). En la Ilíada se habla de aqueos para quienes la guerra era más dulce que regresar en huecas naves a su querida tierra natal y se dice que Paris, hijo de Príamo, corrió con pies veloces a la batalla, como el caballo de agitada crin que busca a las yeguas. En la vieja epopeya sajona que inicia las literaturas germánicas, en el Boewulf, el rapsoda llama sweorda gelac (juego de espadas) a la batalla. Fiesta de vikings le dijeron en el siglo XI los poetas escandinavos. A principios del siglo XVII, Quevedo, en una de sus jácaras, llamó a un duelo danza de espadas, lo cual es casi el juego de espadas del anónimo anglosajón. El espléndido Hugo, en su evocación de la batalla de Waterloo, dijo que los soldados, comprendiendo que iban a morir en aquella fiesta (comprenant qu'ils allaient mourir dans cette fête), saludaron a su dios, de pie en la tormenta.

Estos ejemplos, que al azar de mis lecturas he ido anotando, podrían, sin mayor diligencia, multiplicarse y acaso en la Chanson de Roland o en el vasto poema de Ariosto hay lugares congéneres. Alguno de los registrados aquí -el de Quevedo o el de Atila, digamos- es de irrecusable eficacia; todos, sin embargo, adolecen del pecado original de lo literario: son estructuras de palabras, formas hechas de símbolos. Danza de espadas, por ejemplo, nos invita a unir dos representaciones dispares, la del baile y la del combate, para que la primera sature de alegría a la última, pero no habla directamente con nuestra sangre, no recrea en nosotros esa alegría. Schopenhauer (Welt als Wille und  Vorstellung, I, 52) ha escrito que la música no es menos inmediata que el mundo mismo; sin mundo, sin cuadal común de memorias evocables por el lenguaje, no habría, ciertamente, literatura, pero la música prescinde del mundo, podría haber música y no mundo. La música es la voluntad, la pasión; el tango antiguo, como música, suele directamente transmitir esa belicosa alegría cuya expresión verbal ensayaron, en edades remotas, rapsodas griegos y germánicos. Ciertos compositores actuales buscan ese tono valiente y elaboran, a veces con felicidad, milongas del bajo de la Batería o del Barrio del Alto, pero sus trabajos, de letra y música estudiosamente anticuadas, son ejercicios de nostalgia de lo que fue, llantos por lo perdido, esencialmente tristes aunque la tonada sea alegre. Son a las bravías e inocentes milongas que registra el libro de Rossi lo que Don Segundo Sombra es a Martín Fierro o a Paulino Lucero.

En un diálogo de Oscar Wilde se lee que la música nos revela un pasado personal que hasta ese momento ignorábamos y nos mueve a lamentar desventuras que no ocurrieron y culpas que no cometimos; de mí confesaré que no suelo oír El Marne o Don Juan sin recordar con precisión un pasado apócrifo, a la vez estoico y orgiástico, en el que he desafiado y peleado para caer al fin, silencioso, en un oscuro duelo a cuchillo. Tal vez la misión del tango sea ésa: dar a los argentinos la certidumbre de haber sido valientes, de haber cumplido ya con las exigencias del valor y el honor.

El Marne (Eduardo Arolas) - Juan D'Arienzo, 1939

Don Juan (Ernesto Ponzio) - Juan D'Arienzo

Continuará...

viernes, 9 de noviembre de 2018

El arrabal del tango/ 33 - Una Historia del tango de Jorge Luis Borges (I)

Apéndice de una edición de Evaristo Carriego

HISTORIA DEL TANGO

Vicente Rossi, Carlos Vega y Carlos Muzzio Sáenz Peña, investigadores puntuales, han historiado de diversa manera el origen del tango. Nada me cuesta declarar que suscribo a todas sus conclusiones y aun a cualquier otra. Hay una historia del destino del tango, que el cinematógtafo periódicamente divulga; el tango, según esa versión sentimental, habría nacido en el suburbio, en los conventillos (en la boca del Riachuelo, generalmente, por las virtudes fotográficas de esa zona); el patriciado lo habría rechazado, al principio; hacia 1910, adoctrinado por el buen ejemplo de París, habría franqueado finalmente sus puertas a ese interesante orillero. Ese Bildungsroman, esa "novela de un joven pobre", es ya una especie de verdad inconcusa o de axioma; mis recuerdos (y he cumplido los cincuenta años) y las indagaciones de naturaleza oral que he emprendido, ciertamente no la confirman.

He conversado con José Saborido, autor de Felicia y de La morocha, con Ernesto Poncio, autor de Don Juan, con los hermanos de Vicente Greco, autor de La viruta y de La tablada, con Nicolás Paredes, caudillo que fue de Palermo, y con algún payador de su relación. Los dejé hablar; cuidadosamente me abstuve de formular preguntas que sugirieran determinadas contestaciones. Interrogados sobre la procedencia del tango, la topografía y aun la geografía de sus informes era simplemente diversa: Saborido (que era oriental) prefirió una cuna montevideana, Poncio (que era del barrio del Retiro) optó por Buenos Aires y por su barrio; los porteños del Sur invocaron la calle Chile, los del Norte, la meretricia calle del Temple o la calle Junín.

Pese a las divergencias que he enumerado y que sería fácil enriquecer interrogando a platenses o a rosarinos, mis asesores concordaban en un hecho esencial: el origen del tango en los lupanares. (Asimismo en la data de ese origen, que para nadie fue muy anterior el ochenta o posterior al noventa.) El instrumental primitivo de las orquestas -piano, flauta, violín, después bandoneón- confirma, por el costo, ese testimonio;  es una prueba de que el tango no surgió en las orillas, que se bastaron siempre, nadie lo ignora, con las seis cuerdas de guitarra. Otras confirmaciones no faltan: la lascivia de las figuras, la connotación evidente de ciertos títulos (El choclo, El fierrazo), la circunstancia que de chico pude observar en Palermo y años después en la Chacarita y en Boedo, de que en las esquinas lo bailaran parejas de hombres, porque las mujeres del pueblo no querían participar en un baile de perdularias. Evaristo Carriego la fijó en sus Misas herejes:

          En la calle, la buena gente derrocha
          sus guarangos decires más lisonjeros,
          porque al compás de un tango, que es La morocha,
          lucen ágiles cortes dos orilleros.

En otra página de Carriego se muestra, con lujo de afligentes detalles, una pobre fiesta de casamiento; el hermano del novio está en la cárcel, hay dos muchachos pendencieros que el guapo tiene que pacificar con amenazas, hay recelo y rencor y chocarrería, pero

          El tío de la novia, que se ha creído
          obligado a fijarse si el baile toma
          buen carácter, afirma, medio ofendido,
          que no se admiten cortes, ni aun en broma...

          Que, la modestia a un lado, no se la pega
          ninguno de esos vivos... seguramente.
          La casa será pobre, nadie lo niega,
          todo lo que se quiera, pero decente-.

El hombre momentáneo y severo que nos dejan entrever, para siempre, las dos estrofas, significa muy bien la primera reacción del pueblo ante el tango, ese reptil de lupanar, como lo definiría Lugones con laconismo desdeñoso (El payador, página 117). Muchos años requirió el Barrio Norte para imponer el tango -ya adecentado por París, es verdad- a los conventillos, y no sé si del todo lo ha conseguido. Antes era una orgiástica diablura; hoy es una manera de caminar.

Fragmento de la película argentina Puerta cerrada (1939) dirigida por John Alton
donde Libertad Lamarque interpreta La morocha

Continuará...

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